domingo, 11 de julio de 2010

EL EXTRAÑO CASO DE LA DOCTORA CHIMBA


Nunca pensé que el fin de Malena Sosias fuera un tanto más triste que el de cualquiera otra. Yo la veía pasar por los pasillos de la Universidad, seriecita pero pícara, pícara pero tímida. Vestía siempre la misma faldita y hacía la interminable cola del comedor gratuito. Cuando en los pasillos los pájaros negros arrancaban cabellos a las muchachas para hacer nidos, Malena era la única que no se defendía. Un día le rechazaron un trabajo en una materia porque lo entregó un día después. Alguna vez la acompañé conversando hasta uno de esos edificios que alquilan cuartos con camas literas para alumnas al borde de la indigencia. Cuando le pregunté qué había hecho con el trabajo rechazado, se encogió de hombros y dijo que se lo regaló a un profesor para que ascendiera. Malena era esa muchacha que cuando se trabaja en equipo siempre termina redactando íntegro el ensayo que le regalará la calificación a los demás. Antes de dejarla, su único cortejante resultó promovido con notables textos de investigación que parecían exceder de sus facultades. Deberías cobrar, le dije bromeando. Me contestó con una media sonrisa. Ese semestre se graduaba y no tenía para pagarse el postgrado. Supe que había hecho inútiles intentos para infiltrarse en la docencia como preparadora o como transcriptora ad honorem de conferencias aburridas, pero nada prosperó. Pensé que no la vería más, pero cada vez que yo iba a la biblioteca la atisbaba tomando notas hundida en montañas de volúmenes. Quizá sólo mataba el tiempo antes de la cada vez más interminable cola del comedor gratuito. Intercedí para que le renovaran el carnet de lectora a pesar de que oficialmente ya no era alumna. Me acostumbré tanto a verla en la biblioteca que sospeché que disimuladamente dormía en ella para ahorrar alquiler. Me acostumbré tanto a verla que dejó de llamarme la atención que los libros siempre trataran sobre temas disímiles. Me acostumbré tanto a verla que dejé de notarla y sólo me llamó la atención el día en que décadas después no la vi. Cuando advirtió que yo miraba el sitio vacío de Malena, una secretaria a punto de jubilarse me dijo que le hacían un velorio de caridad en la capilla del Hospital Universitario. No quise verle el rostro a la difunta pues prefiero evocar a quienes se van como eran cuando vivían, pero tampoco podía recordar su cara. En la capillita había una solitaria doliente con aspecto de conserje. Cuando me le presenté, dijo: “El único que viene a despedirla es el único que no le debe nada”. Hablaba para picarme la curiosidad; no necesité tentarla para que me contara el resto. Malena, que nunca pudo seguir el postgrado porque no tenía dinero para la matrícula, sobrevivió escribiéndole trabajos de ascenso y tesis de grado a las eminencias que no tenían tiempo para pensar. Más de un pomposo decano o de un candidato a rector sin doctorado salieron de apuros gracias a su discreta intervención. Cuando las Ediciones de la Universidad funcionaban, Malena las alimentó con un sin fin de títulos firmados por otros que abordaban desde el análisis del discurso hasta la estadística agrícola. Con vehemencia no exenta de rencor la conserje detalló la lista de quienes visitaban a Malena con la cabeza vacía y salían pletóricos de becas, sabáticos y academias bajo el brazo. Con rencor no exento de rabia acusó a quienes además le quedaron debiendo honorarios. La conserje me exigió que le consiguiera entrevista en Rectorado (sí, el rector reconocería el nombre de Malena) para tramitar el doctorado póstumo que Malena nunca consiguió por no tener dinero para la matrícula del postgrado, y el entierro que salvara su cuerpecito de las mesas de disección. O eso, añadió rechinando los dientes, o anular la mitad de los trabajos de ascenso y tesis de grado aprobadas con mención honorífica, cuyos borradores originales con la letra de Malena conservaba, ella sabía dónde. En ese momento rompió en llanto. El dolor nubla el raciocinio y confunde recuerdos. No comprendo cómo aquella madura señora evidentemente perturbada pudo mencionarme una tan precisa e interminable lista de nombres y de títulos. Busqué el rostro que yo no había querido ver de Malena. Desde la indiferencia de la eternidad, me contestó con una media sonrisa.
(Texto/foto: Luis Britto)

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