sábado, 30 de junio de 2012

¿TRESCIENTOS AÑOS DE CALMA NO BASTAN?




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En julio de 1811 los habitantes de la Provincia de Caracas viven en la ambigüedad. El 19 de abril del año anterior habían depuesto y exiliado al gobernador español Emparan, pero con el pretexto de preservar los derechos del rey Fernando VII, que había abdicado. Dos asambleas intentaban fijar el rumbo del naciente cuerpo político: el Congreso Constituyente de Venezuela, integrado por representantes de las provincias de Caracas, Barcelona, Barinas, Cumaná, Margarita, Mérida, y Trujillo, que debatían la necesidad de constituir una Confederación antes de decidir, y la Sociedad Patriótica, club de exaltados independentistas sin representación política a quienes algunos acusaban de querer convertirse en Congreso de facto. En Venezuela coexisten una Colonia que no acaba de morir y una Patria que no acaba de nacer. El 3 de julio el joven Simón José Antonio de la Trinidad Bolívar zanja la cuestión en la Sociedad Patriótica con contundentes palabras: “No es que hay dos Congresos ¿Cómo fomentarán el cisma los que conocen más la necesidad de la Unión? Lo que queremos es que esa unión sea efectiva, para animarnos a la gloriosa empresa de nuestra libertad”.

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Mientras el apasionado joven se desahoga, Juan Germán Roscio y Francisco Isnardi corrigen un enrevesado borrador. De una vez, aclaran que los firmantes procederán “en nombre de Dios Todopoderoso”. Magnánimos, declaran que “olvidamos generosamente la larga serie de males, agravios y privaciones que el derecho funesto de conquista ha causado indistintamente a todos los descendientes de los descubridores, conquistadores y pobladores de estos países”. Se trata de una cuestión de hecho: “Es contrario al orden, imposible al gobierno de España, y funesto a la América, el que, teniendo ésta un territorio infinitamente más extenso, y una población incomparablemente más numerosa, dependa y esté sujeta a un ángulo peninsular del continente europeo”. Cierto, la cola no puede gobernar al cuerpo. Pero hace falta redondear.


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Al tiempo que Roscio e Isnardi tachan redundancias y expurgan gerundios, el exaltado Simón Bolívar sube el tono de su discurso en la Sociedad Patriótica: “¿Y qué dicen? Que debemos comenzar por una confederación, como si todos no estuviéramos confederados contra la tiranía extranjera. Que debemos atender a los resultados de la política de España ¿Qué nos importa que España venda a Bonaparte sus esclavos o que los conserve, si estamos resueltos a ser libres? Esas dudas son tristes efectos de las antiguas cadenas ¡Que los grandes proyectos deben prepararse en calma! 300 años de calma, ¿no bastan? La Junta Patriótica respeta como debe, al Congreso de la Nación, pero el Congreso debe oír a la Junta Patriótica, centro de luces de todos los intereses revolucionarios. Pongamos sin temor la piedra fundamental de la libertad sudamericana, vacilar es perdernos”.


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El 4 de julio se reúne el Congreso Constituyente de Venezuela en la capilla del convento de Santa Rosa de Lima. Trescientos años de calma se traducen en dudas y subterfugios. El debate sobre la Independencia se pospone hasta decidir si ésta es compatible con la seguridad pública. El día siguiente Juan Bermúdez, de Cumaná y el presbítero Maya, de La Grita, la consideran prematura, y el último añade que sus instrucciones no lo autorizan a votar por ella. Juan Germán Roscio duda “si Venezuela tiene la estatura necesaria y las fuerzas suficientes para el rango que va a ocupar”, pues cuenta apenas con un millón de habitantes, mientras que Estados Unidos aloja tres. El veterano Francisco de Miranda, revolucionario de tres continentes, observa que aunque el territorio estadounidense duplica el venezolano, en sus ciudades no había entonces más luces e ilustración que en Caracas, y que “limítrofe Venezuela con el Nuevo Reino de Granada, que le ha ofrecido ya paz y unión, debe cesar todo temor y procederse a la declaración que todos esperan”.


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Cesan al fin los bizantinos debates. Uno a uno, los delegados independentistas suscriben las partida de nacimiento de un mundo: “Nosotros, pues, a nombre y con la voluntad y autoridad que tenemos del virtuoso pueblo de Venezuela, declaramos solemnemente al mundo que sus Provincias unidas son, y deben ser desde hoy, de hecho y de derecho, Estados libres, soberanos e independientes y que están absueltos de toda sumisión y dependencia de la Corona de España o de los que se dicen o dijeren sus apoderados o representantes, y que como tal Estado libre e independiente tiene un pleno poder para darse la forma de gobierno que sea conforme a la voluntad general de sus pueblos, declarar la guerra, hacer la paz, formar alianzas, arreglar tratados de comercio, límites y navegación, hacer y ejecutar todos los demás actos que hacen y ejecutan las naciones libres e independientes. Y para hacer válida, firme y subsistente esta nuestra solemne declaración, damos y empeñamos mutuamente unas provincias a otras, nuestras vidas, nuestras fortunas y el sagrado de nuestro honor nacional”.


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Son meras palabras, pero el atreverse a formularlas da el valor de defenderlas en la más importante guerra de liberación continental de toda la Historia. Para que nazca lo nuevo debe morir definitivamente lo viejo ¿Trescientos años de calma no bastan? ¿Cuatrocientos años de calma no bastan? ¿Quinientos años de calma no son ya suficientes?
(FOTO/TEXTO: Luis Britto)
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